Cada invierno trae consigo el mismo reto: mantener a raya los virus y las infecciones. Pero más allá de los abrigos y las bufandas, la verdadera protección empieza dentro del cuerpo. El sistema inmunitario es una red sofisticada de órganos, células y sustancias químicas que trabajan día y noche para mantenernos sanos. En los meses fríos, cuando el sol escasea y los contagios aumentan, esa red necesita refuerzos.
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El otoño es una estación de transición en la que la piel acusa el cansancio del verano: exceso de sol, cloro, viento y cambios bruscos de temperatura. Al llegar el invierno, esa fatiga se hace visible. El rostro pierde luminosidad, aparecen manchas, la textura se vuelve irregular y la piel se muestra apagada o sin vida.
Pero hay buenas noticias: con un plan médico-estético adecuado, es posible recuperar la luz natural del rostro y prepararlo para el frío sin perder vitalidad.
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Con la llegada del invierno, el aire frío, la humedad y los cambios bruscos de temperatura ponen a prueba nuestro sistema respiratorio. Los virus estacionales, la contaminación y los ambientes cerrados favorecen las infecciones, y el papel de la enfermería se vuelve esencial para prevenir complicaciones y acompañar a los pacientes con enfermedades respiratorias crónicas.
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El invierno no solo enfría el ambiente, también ralentiza el metabolismo. Los días más cortos, el menor tiempo al sol y la bajada de temperatura alteran nuestro equilibrio interno. Comer bien no solo aporta energía, sino que también ayuda a mantener el calor corporal, reforzar las defensas y evitar la clásica sensación de cansancio y decaimiento de los meses fríos.
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Cuando las temperaturas bajan, el aire se vuelve seco y el viento arrecia, nuestra piel se convierte en la primera víctima del invierno. Aunque solemos abrigarnos con bufandas y guantes, la piel —ese órgano silencioso que nos protege del mundo exterior— sufre las consecuencias del clima frío más de lo que pensamos.
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